Beligerancia
Rober nos habla de Norman Mailer, de feminismos, de streamers, de psicoanálisis, de jergas de multiversos, de Clara Serra, del deseo… y de una oreja
Desde el fondo de la sima #26
Evento canónico: situaciones que están destinadas a ocurrir. No se puede ni se debe hacer nada para impedirlas, pese a la posibilidad de viajar en el tiempo o entre distintos universos.
Debe ser por culpa de los mismísimos streamers de los que estoy por quejarme, que me la paso usando últimamente como latiguillo lo de evento canónico. Viene de la jerga de los multiversos, y son situaciones ficcionales que se repiten una y otra vez. Algo así como que en todas las reversiones de Batman que se hagan, este coqueteará, en algún punto, con el mal. O que Cristo será traicionado, muerto y resucitado. El caso es que, por su insistencia narrativa, terminan siendo un hito. Los eventos canónicos, propios o ajenos, reales o ficticios, terminan siendo memorables.
Quizás distorsiono el término, pero algo me dice que, para toda una generación de chicos, algunos de sus eventos canónicos están siendo ver a sus influencers favoritos darse trompadas en un ring de boxeo. Entre eso y la Kings League, sospecho que sus memorias deportivas serán, cuando menos, amateurs. Algo así como “Puede realizarlo en casa, no está hecho por profesionales”, justo lo opuesto al disclaimer televisivo de los 90.
Igual, a los chicos les irá bárbaro. Espero. Ahora, la razón para subirte a un cuadrilátero a dar una pelea lastimosa con un colega, con otro streamer que hace idéntico papel de sparring, escapa a mi comprensión, salvo que esa reafirmación tan teatral de masculinidad explique el ascenso de los neo-fascismos y de la economía de la atención, todo al mismo tiempo. No sé. Igual intuyo que se trata de algo mucho más banal y pasajero. Y, precisamente por eso, me suena que va muy en serio.
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Como nací a principios de los noventa, me perdí los eventos canónicos deportivos de la primera parte de la década: el Dream Team de (y del) Barcelona, el penal a las nubes de Baggio, el primer retiro de Jordan, Diego de la mano con la enfermera, la tragedia de Senna. De la segunda parte tampoco es que vi gran cosa, pero es imposible no recordar a Ronaldo el fenómeno, a los Chicago Bulls, a Mark Mcgwire, a Tiger Woods. De todas formas, hay un evento que lo entronizo como canónico, por sus consecuencias: La pelea de la oreja de Holyfield, la que arrancó Tyson. De eso se agarró mi vieja para sermonear que pelearse era peligrosísimo, que se puede perder una oreja y más que una oreja. Que hay tipos incluso que, por estar peleando, así sea de “mentira” como en el boxeo, se terminan matando. La oreja de Holyfield fue una suerte de coartada pacifista perfecta. Yo estaba lejos de darme piñas con nadie en ese momento, pero algo de ese exhorto quedó, porque de las contadas veces que me fui a las manos en la escuela, siempre terminaba tocándome los brazos y el pecho, palpándome la cara, revisando el suelo como si se me hubiese caído algo. Pese a todo el cine de acción que vi, en la secundaria ni una trompada en serio pegué, cosa de la que no sé si estoy orgulloso del todo. Lo de la reafirmación masculina, entonces, no es solo cosa de streamers.
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Creo que en todos mis universos lo de la oreja de Holyfield se hubiese convertido en canónico, y me hubiese evitado ser un clásico gallito de pelea. Pero la narrativa de los multiversos no se contradice, creo, con la freudiana: a algún sitio tenían que ir a parar esas pulsiones, esos instintos agresivos. Las aulas en que cursé psicología se terminaron convirtiendo, eventualmente, en una suerte de gimnasios, de tatamis intelectuales. Para ser más preciso, los pasillos. Mi destino era el de convertirme en un buscapleitos. En uno de poca monta, obstinado en llevarle la contraria a mis profesores y amigos, de tener respuestas ingeniosas ensayadas y falsos dilemas prearmados; un sofista, un fanfarrón, un pendenciero. Tuve la suerte (o no, quizás es otro evento canónico) de tropezar, recién graduado, con la Escuela del doctor Lacan. Allí pude dar el salto de calidad, pasarme a profesional, porque la enseñanza lacaniana genuina es, entre otras cosas, una suerte de perfeccionamiento de la beligerancia intelectual. Cualquier epígono del doctor Lacan que se reconozca en la ecuanimidad y la tibieza debe ser acusado de impostor, de falso profeta, y desterrado. Previo, a la vieja usanza, se le debe arrancar la lengua. O cualquier otra parte del cuerpo.
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Fue hace poco que llegué, precisamente por un lacano-tysoniano de vieja data, el insidioso Jorge Alemán, a un libro de la española Clara Serra, El sentido de consentir. Un texto valioso, escrito con la ponderación de alguien que prefiere la elegancia, y con la sagacidad de alguien que apuesta por la inteligencia. Es una breve, pero intensa argumentación acerca de las contradicciones políticas y legales del movimiento Me too, o del Ni una menos. No lo hace, hay que aclarar, desde un lugar conservador, a lo Catherine Deneuve, sino con una perspectiva socio-filosófica y, por supuesto, feminista. También la autora pone en la mesa el concepto de deseo, proveniente del psicoanálisis, para hacer unas agudas puntuaciones de lo femenino. Pero no fue tanto eso, o que escuché de Serra a través de Alemán, lo que me hizo pensar en que estaba ante una mente manifiestamente lacaniana. Fue, pese a toda su refinamiento y mesura al esgrimir sus argumentos, por todo lo confrontativa y mordaz que en ella supe reconocer.
La imaginaba a Serra, a medida que pasaba las páginas, con una sonrisita de medio lado, cargada de perspicacia, escribiendo en contra del radicalismo de Mackinnon y Dworkin. Intuía a partir de su escritura que, sin comprometer su honestidad intelectual, Serra estaba haciendo de gran peleona contra aquellas viejas feministas. Y una peleona con causa. Una causa a la que muchas no dudan en consagrar toda una vida. Un evento, o mejor, una batalla canónica.
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Si hay alguien a quien se le daban muy bien estas escaramuzas intelectuales, y sobre todo frente a un público digital, era a Slavoj Zizek. Se le daban. Pero no voy a hablar del esloveno, porque la verdad el libro de Serra no me hizo recordarlo a él, ni a ninguna otra feminista, sino al machista de Norman Mailer. Digo machista no solo porque lo era, sino por un debate televisado, de hace muchísimo, en donde a alguien se le ocurrió sentar a cuatro mujeres intelectuales a impugnar línea a línea un desagradable texto misógino que había publicado Mailer por la fecha. Hasta ahí todo pasable. El problema: ponerlo a Mailer en el centro de la mesa, y darle un micrófono, y dejarle tener la última palabra. Otro problema, ya mío: los argumentos menos necios de Mailer de entonces coinciden en algún punto, hoy, con los de Serra. Ahí viene ese latiguillo de lo canónico que he estado repitiendo, y la inevitabilidad (aparente) de ciertas ideas. Y un último problema, también mío: terminé pensando que sería grandioso repetir un evento así, pero con Mailer atado de pies y manos a una estaca, dejándole libertad solo para hablar, y que su voz de a poco se fuese menguando por los contraargumentos de una turba compuesta por Rebecca Solnit, por Gabriela Wiener, por Virginie Despentes, y por, obvio, Clara Serra, hasta que el (no) bueno de Norman agachase los ojos, rindiera su verbo y aceptase el desollamiento.
Por supuesto, todo como sueño diurno: Mailer está, hace bastante, muerto; Serra no se prestaría a algo tan vulgar; y difícilmente algo así sería hoy stremeable. Un Celebrity Deathmatch de ideas quedó enterrado bien atrás, en los 90, o transformado ahora en eventos deslavazados, domesticados por las métricas. El menú de virulencia física va desde La velada de Ibai Llanos a la pelea por Netflix del streamer Jake Paul con un viejo ¡Mike Tyson! El menú de la virulencia intelectual va desde debates presidenciales sumamente extraviados a ver al gurú Jordan Peterson argumentando en contra del veterano Zizek…y ambos coincidiendo, hermanados en la explotación comercial de la incorreción.
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Aunque en su momento fue uno de los pináculos de literatura norteamericana, Norman Mailer hoy no es un autor particularmente leído. Es decir, no es canónico. Creo que va siendo momento de exorcizar el latiguillo; quizás por eso insisto e insisto. Las razones por las que alguien es apartado del camino principal de la Gran Literatura son, muchas veces, desconocidas. En el caso de Mailer, por falta de calidad no habrá sido. Los ejércitos de la noche, seguramente, es un libro perdurable. Buena parte de Noches de antigüedad, también. Y muchas de sus crónicas, algunas bastante extensas, como por ejemplo El combate. Me gusta una breve, titulada El mejor movimiento está cerca del peor, que habla de la dignidad que hay que saber mantener frente al ocaso de las condiciones físicas. Puede que refleje el propio crepúsculo intelectual del autor, pero, en fin… lo cito a Mailer porque también pretendo sacármelo de encima:
No es de sorprenderse, entonces, si es difícil pegar un buen golpe. No sólo exige más o menos tanta coordinación como para lanzar una pelota de fútbol en espiral por treinta metros, sino que además el golpe debe encontrar cierta sanción interna.
Desconozco que tipo de sanción en su fuero interno pudo haberse dado Tyson para tener que irle a comer la oreja a Holyfield, pero sin eso, creo leer, Tyson no podía pelear de verdad. Y sin eso el doctor Lacan tampoco hubiese podido arremeter contra la Internacional Psicoanalítica, ni Mailer hubiese podido escribir algún libro auténtico, ni Serra pudiese hoy batirse a duelo contra cierto feminismo. Y eso mismo, en cambio, no lo encuentro detrás de los gritos del presidente de Argentina, ni en las cachetadas de machito que propina Will Smith, ni en el dramatismo activista a lo Greta Thunberg. Ahí veo autocomplacencia, pero no alma.
Desconozco también si yo mismo he encontrado esa sanción interna que me habilita a dar un verdadero jab de peso crucero al escribir, o que apenas me alcanza para dar hooks de peleador de streaming. No sé si eso, lo de escribir, es algo tan firme en mí como para llamarlo inevitable. Ya me va sonando muy engreído lo de canónico. Por eso, bien hizo Clara Serra en llamarlo por su nombre: deseo. El deseo como el único evento que hay que saber escuchar, al único encuentro que hay que saber consentir.
No menos beligerancia que esa.
Rober
En la gran narrativa del continente americano, el cuento siempre ha tenido un lugar central. Poe dio el puntapié inicial y luego Borges, Hemingway, Quiroga y Lispector, por mencionar a un puñado de ellos, lo elevaron a un lugar primordial.
Quizás por eso nos solemos quedar de este lado del charco cuando trabajamos narrativa breve. Pero no podemos sacarle la nariz a la exquisita Europa durante mucho tiempo.
Vamos, entonces, con los relatos de 8 autores contemporáneos: desde el Báltico al Mediterráneo, desde los Balcanes a las tierras celtas, en un ensamble de voces, estilos y culturas como solo el Viejo Continente sabe amalgamar.
Empezamos el próximo jueves 27/3, en modalidad virtual. Inscripciones al IG @temporadaalaintemperie