Fundir a negro
Sobre la última temporada de la serie Black Mirror y otros tipos de borracheras tecnológicas o literarias escribe Rober en este Nius
Desde el fondo de la sima #30
Fundir a negro
En nuestro último Nius, Juanma empezó a hablar de arte y tecnología, o del uso del celular y nuevas subjetividades, o de algunos autores que supuestamente vendrían a dar una mirada crítica con la vida híper-tecnificada. Vengo desde hace tiempo siempre dispuesto a escuchar cualquier argumento en contra de las pantallas: que desconcentran, que causan insomnio, que dejan miope, que aceleran la calvicie, que fríen el cerebro, que separan familias, que deslavan el planeta. Mientras más tremendista consiga, mejor. La sensación del mea culpa. Pero Juanma, en su usual contención de estilo, frustró mi necesidad de reproche; prefirió hablar de paisajes serranos y no de las curvas de la dopamina. Hace bien. Incluso, según dice, ha conquistado el arte de escribir desde una aplicación de notas, como si hubiese dado con una puerta trasera de la que contrabandea lo que sea que se supone que el sistema nos roba: tiempo, atención, voluntad, deseo. Yo, por el contrario, acelero, me llevo todo puesto y termino con los pedazos de vidrios rotos en la mano, preguntándome que fue lo que pasó.
La viralidad de la lengua. Un doble mío, hace años, hacía una rotación corta (de cuatro meses) en un servicio psiquiátrico. Su pasantía: co-dirigir un tratamiento grupal que consistía en promover la catarsis y la autocontención. No parecía distinto a los grupos de Alcohólicos Anónimos: los pacientes, al tomar la palabra debían (1) reconocerse con problemas de abuso de sustancia, (2) relatar acerca de las luchas internas a la que se hayan visto enfrentados por la abstinencia obligatoria, (3) esforzarse por ser asertivos (ni exigentes ni indulgentes) con los compañeros, (4) comprometerse a seguir asistiendo, (5) seguir contando los días de abstinencia. Hablaban casi siempre los más veteranos, o los nuevos. A la mayoría les alcanzaba con escuchar, con asentir sin más, lo que hacía surgir cada tanto unos lapsos en donde nadie decía nada. Luego, a apilar las sillas y a una fría despedida. Eso era todo. Mi doble esperaba aprender un tratamiento activo, vistoso, y no podía entender cómo se sostenían esas reuniones, dos veces por semana, entre quejas y silencio. Le llevó bastante más tiempo que cuatro meses entender que muchos estaban allí no para hablar sino para ser hablados, para reencontrarse a sí mismos en la palabra de otro, para sostenerse en voces ajenas. Como si un exceso mantuviera a raya al otro. Escuchar, más que hablar, era el verdadero contagio.
No sé si Juanma vio la última temporada de Black Mirror, pero no me voy a ahorrar los comentarios. Primero: su creador, Charlie Brooker, tiene alma de cuentista. Segundo: toda colección de relatos, en la pantalla o no, es dispareja. Tercero: es difícil que después de tantas temporadas haya sorpresa. Cuarto: la serie es de las mejores opciones para ver o acompañar la propia tecno-mortificación. Quinto, ripio: la serie no se termina de agotar. Pero menos por mostrar el efecto de la robotización y las apps sobre nuestros cuerpos y mentes, que es el abreboca. Al final, la serie pone en relieve nuestras propias (y defectuosas) tecnologías: El amor, la memoria, la amistad, la justicia. Nuestros teléfonos celulares nos son completamente abrumadores, sí, pero lo inquietante es que para ciertos softwares humanos no hay actualización posible. O, dicho de otro modo: la temporada no va tanto sobre lo que las máquinas pueden llegar a hacer, sino en lo que nosotros no dejamos siempre de fracasar. Por eso los cuentos de Brooker son, en realidad, tragedias.
El mejor episodio de la temporada, creo, es el primero. Una pareja bien british & working class que se ve arrastrada por la infamia de la especulación tecno-médico-financiera. Un reflejo de época: no serán precisamente los más pudientes los que se tendrán que hacer cargo de los delirios tecnológicos. Basta comprobar la penetración de Tik Tok y OF en sectores populares. A su vez, se hace más estándar los détox tecnológicos entre los más acomodados. Pero el capítulo no se agota en una lectura de desigualdad social, sino que cobra potencia porque detrás de toda esa desesperación económica y médica, aparece algo aún más precario. Los vínculos humanos. Como los recuerdos de Paul Giamatti en el quinto episodio o el deseo de Will Poulter en el cuarto. La ya larga propuesta de Black Mirror nos tienta muy bien con el anzuelo de la tecno-fobia, pero nos gana no por su lucidez digital, sino porque todavía conserva algo de su corazón analógico.
Al final, uno lee para llegar a ser hablado por otros. Para contagiarse de lenguaje. Para hacerse traspasar por la mirada, por la voz, por el milagroso tacto de quien escribe. Para diluirse, hacerse frágil, voluble y sumiso; para resonar en la misma frecuencia, para respirar a un solo aire, para disolverse juntos en el canto. No alcanza con hacer una lectura atenta. Hay que enlodar al cuerpo, reposar las manos, entornar los ojos, auscultar las letras; precipitarse entero, pues solo una lectura devota engendra amantes, herejes o adictos.
Alguien dividió alguna vez, arbitrariamente, a todos los personajes de la literatura en dos categorías: por un lado, los personajes cotidianos, existenciales y de pequeños heroísmos; y por otro los personajes excéntricos, egoístas y lúcidos. Los mejores son los que tienen una mezcla de ambas cosas, pero a veces es hermoso encontrarse especímenes puros.
Un hallazgo reciente (de ese segundo grupo) fue la María Moreno-narradora en su Black out. No fue por lo ecléctico de los textos que componen al libro, ni por su evidente apuesta plebeya, sino por sus puros dotes literarios que terminé, mientras leía, diciendo exabruptos en voz alta como ¡Ah, pero que vieja borracha, jaja!, o, Medio puta y garca que era esta mina, completamente arrastrado a esa ciénaga a la que te llevan los mejores personajes. Para cuando quieres dar marcha atrás, ya es tarde, la manipulación está hecha. Los esquemas morales propios se encuentran trastocados por la fascinación y solo queda seguir, continuar el camino tras las migajas de ese empacho. Con suerte, al terminar, se logra desterrar al personaje. El embrujo se ha prolongado demasiado: uno le ha hecho de orquesta, de pavimento, de globo. Los lectores, al final, hacemos de cortejo a los personajes, y terminamos honrando todas sus voces: ilusión, queja, dolor, redención y muerte.
Una adicción sustituye a otra. Hasta que la pantalla se funda a negro.
Rober
Como hemos estado estas últimas semanas en un recorrido por la literatura europea, decidimos volver a Sudamérica con un taller literario que ya llega a su ¡novena edición!: Tramas familiares. Cuatro autores que trabajan con lo silenciado, con lo no dicho, con lo que irrumpe a través del tiempo en los vínculos familiares modernos. Cuatro clases, en modalidad virtual. Y no, no nos podemos contener: habrá invitado especial.
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